Aspectos del cuento. Julio Cortázar
Puesto que voy a ocuparme de algunos aspectos del cuento como género
literario, y es posible que algunas de mis ideas sorprendan o choquen a quienes
las lean, me parece de una elemental honradez definir el tipo de narración que
me interesa, señalando mi especial manera de entender el mundo.
Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado
fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que
consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo
daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es
decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de
leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías
definidas, de geografía bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro
orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred
Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes
sino en las excepciones a esas leyes, han sido algunos de los principios
orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo
realismo demasiado ingenuo. Por eso, si en las ideas que siguen encuentran
ustedes una predilección por todo lo que en el cuento es excepcional, trátese
de los temas o incluso de las formas expresivas, creo que esta presentación de
mi propia manera de entender el mundo explicará mi toma de posesión y mi
enfoque del problema. En último extremo podrá decirse que solo he hablado del cuento
tal y como yo lo practico. Y sin embargo, no creo que sea así. Tengo la
certidumbre de que existen ciertas constantes, ciertos valores que se aplican a
todos los cuentos, fantásticos o realistas, dramáticos o humorísticos. Y pienso
que tal vez sea posible mostrar aquí esos elementos invariables que dan a un
buen cuento su atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.
La oportunidad de cambiar ideas acerca del cuento me interesa por
diversas razones. Vivo en un país -Francia- donde este género tiene poca
vigencia, aunque en los últimos años se nota entre escritores y lectores un
interés creciente por esa forma de expresión. De todos modos, mientras los
críticos siguen acumulando teorías y manteniendo enconadas polémicas acerca de
la novela, casi nadie se interesa por la problemática del cuento. Vivir como
cuentista en un país donde esta forma expresiva es un producto casi exótico,
obliga forzosamente a buscar en otras literaturas el alimento que allí falta.
Poco a poco, en sus textos originales o mediante traducciones, uno va
acumulando casi rencorosamente una enorme cantidad de cuentos del pasado y del
presente, y llega el día en que puede hacer un balance, intentar una
aproximación valorativa a ese género de tan difícil definición, tan huidizo en sus
múltiples y antagónicos aspectos, y en última instancia tan secreto y replegado
en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía en otra
dimensión del tiempo literario.
Pero además de ese alto en el camino que todo escritor debe hacer en
algún momento de su labor, hablar del cuento tiene un interés especial para
nosotros, puesto que casi todos los países americanos de lengua española le
están dando al cuento una importancia excepcional, que jamás había tenido en
otros países latinos como Francia o España. Entre nosotros, como es natural en
las literaturas jóvenes, la creación espontánea precede casi siempre al examen
crítico, y está bien que así sea. Nadie puede pretender que los cuentos sólo
deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales
leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan
una estructura a ese género tan poco encasillable; en segundo lugar los
teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural
que aquellos sólo entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de
literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades.
En América, tanto en Cuba como en México o Chile o Argentina, una gran
cantidad de cuentistas trabaja desde comienzos de siglo, sin conocerse entre
sí, descubriéndose a veces de manera casi póstuma. Frente a ese panorama sin
coherencia suficiente, en el que pocos conocen a fondo la labor de los demás,
creo que es útil hablar del cuento por encima de las particularidades
nacionales e internacionales, porque es un género que entre nosotros tiene una
importancia y una vitalidad que crecen de día en día. Alguna vez se harán las
antologías definitivas -como las hacen los países anglosajones, por ejemplo- y
se sabrá hasta dónde hemos sido capaces de llegar. Por el momento no me parece
inútil hablar del cuento en abstracto, como género literario. Si nos hacemos
una idea convincente de esa forma de expresión literaria, ella podrá contribuir
a establecer una escala de valores para esa antología ideal que está por
hacerse. Hay demasiada confusión, demasiados malentendidos en este terreno.
Mientras los cuentistas siguen adelante su tarea, ya es tiempo de hablar de esa
tarea en sí misma, al margen de las personas y de las nacionalidades. Es
preciso llegar a tener una idea viva de lo que es el cuento, y eso es siempre
difícil en la medida en que las ideas tienden a lo abstracto, a desvitalizar su
contenido, mientras que a su vez la vida rechaza angustiada ese lazo que quiere
echarle la conceptualización para fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos
una idea viva de lo que es el cuento habremos perdido el tiempo, porque un
cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y
la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite
el término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis
viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua
dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia. Sólo con imágenes se
puede trasmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un
gran cuento tiene entre nosotros, y que explica también por qué hay muchos
cuentos verdaderamente grandes.
Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparar con
la novela, género mucho más popular y sobre el cual abundan las preceptivas. Se
señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en
el tiempo de la lectura, sin otro límite que el agotamiento de la materia
novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer
término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede las
veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento
y la novela propiamente dicha. En ese sentido, la novela y el cuento se dejan
comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una
película es en principio un "orden abierto", novelesco, mientras que
una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en
parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el
fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído
hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el
que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos.
Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai definen su arte
como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad,
fijándole determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como
una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una
visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara.
Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia
y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales,
acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el
"clímax" de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad
se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven
precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que sean
significativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de
actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de
fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha
más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el
cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate
que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre
por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la
medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector,
mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las
primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen
cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden
parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias
más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran,
y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos
gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente,
que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad,
verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto,
que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del
método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como
condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa
"apertura" a que me refería antes. Basta preguntarse por qué un
determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay
temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del
tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta
una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz
Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe
manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos
adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han
de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del
cuento.
Decíamos que el cuentista trabaja con un material que calificamos de
significativo. El elemento significativo del cuento parecería residir
principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o
fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí
mismo, al punto que un vulgar episodio doméstico, como ocurre en tantos
admirables relatos de una Katherine Mansfield o un Sherwood Anderson, se
convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el
símbolo quemante de un orden social o histórico. Un cuento es significativo
cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que
ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces
miserable anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema de la mayoría de
los admirables relatos de Antón Chejov. ¿Qué hay allí que no sea tristemente
cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo que se
cuenta en esos relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que
debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las
tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de
modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de
un té con dulces. Y, sin embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de
Chéjov, son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos
proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la
anécdota reseñada.
Ustedes se han dado ya cuenta de que esa significación misteriosa no
reside solamente en el tema del cuento, porque en verdad la mayoría de los
malos cuentos que todos hemos leído contienen episodios similares a los que
tratan los autores nombrados. La idea de significación no puede tener sentido
si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren
solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica
empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el
deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de detenernos con
todo el cuidado posible en esta encrucijada, para tratar de entender un poco
más esa extraña forma de vida que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo
mientras otros, que aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre
papel, alimento para el olvido.
Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso,
obligadamente, desde mi propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre
que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor
o en menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un
determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no es tan
sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se
le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran
mayoría de mis cuentos fueron escritos -cómo decirlo- al margen de mi voluntad,
por encima o por debajo de mi consciencia razonante, como si yo no fuera más
que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. Pero eso,
que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial, y
es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido
voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es
definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes que ello
ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones
mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un determinado
tema?
A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempre
excepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser
extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario,
puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo
excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae
todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el
lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta
ideas que flotan virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es
como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que
muchas veces no se tenía consciencia hasta que el cuentista, astrónomo de
palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más
actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en
torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya
como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros
mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y hermoso? Muchas
veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el
momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos
autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto.
Pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos granos de arena en el inmenso
mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No es verdad que cada
uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos
nombres. Tengo William Wilson de Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de Guy de
Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está Un recuerdo de
Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis Borges; Un
sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi;
Cincuenta de los grandes, de Hemingway; Los soñadores, de Izak Dinesen, y así
podría seguir y seguir... Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos
son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en
los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma
característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más vasta que la
de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no
haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto.
Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un
cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin que él lo
sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de
lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana. Todo
cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco.
Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.
Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos.
Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino
para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará
indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente
significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza
misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado,
así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos
lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso
de los cuentos de Chejov, esa significación se ve determinada en cierta medida
por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del
tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y
literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido; lo que está
después es el tratamiento literario del tema, la forma en que el cuentista,
frente a su tema, lo ataca y sitúa verbal y estilísticamente, lo estructura en
forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo que excede el
cuento mismo. Aquí me parece oportuno mencionar un hecho que me ocurre con
frecuencia, y que otros cuentistas amigos conocen tan bien como yo. Es habitual
que en el curso de una conversación, alguien cuente un episodio divertido o
conmovedor o extraño, y que dirigiéndose luego al cuentista presente le diga:
"Ahí tienes un tema formidable para un cuento; te lo regalo." A mí me
han regalado en esa forma montones de temas, y siempre he contestado
amablemente: "Muchas gracias", y jamás he escrito un cuento con
ninguno de ellos. Sin embargo, cierta vez una amiga me contó distraídamente las
aventuras de una criada suya en París. Mientras escuchaba su relato, sentí que
eso podía llegar a ser un cuento. Para ella esos episodios no eran más que
anécdotas curiosas; para mí, bruscamente, se cargaban de un sentido que iba
mucho más allá de su simple y hasta vulgar contenido. Por eso, toda vez que me
he preguntado: ¿Cómo distinguir entre un tema insignificante, por más divertido
o emocionante que pueda ser, y otro significativo?, he respondido que el
escritor es el primero en sufrir ese efecto indefinible pero avasallador de
ciertos temas, y que precisamente por eso es un escritor. Así como para Marcel
Proust el sabor de una magdalena mojada en el té abría bruscamente un inmenso
abanico de recuerdos aparentemente olvidados, de manera análoga el escritor
reacciona ante ciertos temas en la misma forma en que su cuento, más tarde,
hará reaccionar al lector. Todo cuento está así predeterminado por el aura, por
la fascinación irresistible que el tema crea en su creador.
Llegamos así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un cuento,
y tocamos el umbral de su creación propiamente dicha. He aquí al cuentista, que
ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles antenas que le permiten
reconocer los elementos que luego habrán de convertirse en obra de arte. El
cuentista está frente a su tema, frente a ese embrión que ya es vida, pero que
no ha adquirido todavía su forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido,
tiene significación. Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría; ahora,
como último término del proceso, como juez implacable, está esperando al
lector, el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento o fracaso del ciclo.
Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente, tiene que nacer pasaje,
tiene que dar el salto que proyecte la significación inicial, descubierta por
el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas veces hasta
indiferente que se llama lector. Los cuentistas inexpertos suelen caer en la
ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y llanamente un tema que los ha
conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad
de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los
demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista
capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no
bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector
esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de
escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese
clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la
atención, que aísla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado
el cuento, volver a conectarlo con sus circunstancias de una manera nueva,
enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse
este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la
intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y
expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su
forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable,
lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más
primordial. Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de
todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de
transición que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes habrá
olvidado El barril de amontillado, de Edgar A. Poe. Lo extraordinario de este
cuento es la brusca prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera
o cuarta frase estamos en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento
implacable de una venganza. Los asesinos, de Hemingway, es otro ejemplo de
intensidad obtenida mediante la eliminación de todo lo que no converja
esencialmente al drama. Pero pensemos ahora en los cuentos de Joseph Conrad, de
D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con modalidades típicas de cada uno, la
intensidad es de otro orden, y yo prefiero darle el nombre de tensión. Es una
intensidad que se ejerce en la manera con que el autor nos va acercando
lentamente a lo contado. Todavía estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir
en el cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su atmósfera. En el caso
de El barril de amontillado y de Los asesinos, los hechos despojados de toda
preparación saltan sobre nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato
demorado y caudaloso de Henry James -La lección del maestro, por ejemplo- se
siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está
en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los
acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del
relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor, y es aquí
donde nos vamos acercando al final de este paseo por el cuento.
En mi país, y ahora en Cuba, he podido leer cuentos de los autores más
variados: maduros o jóvenes, de la ciudad o del campo, entregados a la
literatura por razones estéticas o por imperativos sociales del momento,
comprometidos o no comprometidos. Pues bien, y aunque suene a perogrullada,
tanto en la Argentina
como aquí los buenos cuentos los están escribiendo quienes dominen el oficio en
el sentido ya indicado. Un ejemplo argentino aclarará mejor esto. En nuestras
provincias centrales y norteñas existe una larga tradición de cuentos orales,
que los gauchos se transmiten de noche en torno al fogón, que los padres siguen
contando a sus hijos, y que de golpe pasan por la pluma de un escritor
regionalista y, en una abrumadora mayoría de casos, se convierten en pésimos
cuentos. ¿Qué ha sucedido? Los relatos en sí son sabrosos, traducen y resumen
la experiencia, el sentido del humor y el fatalismo del hombre de campo;
algunos incluso se elevan a la dimensión trágica o poética. Cuando uno los
escucha de boca de un viejo criollo, entre mate y mate, siente como una
anulación del tiempo, y piensa que también los aedos griegos contaban así las
hazañas de Aquiles para maravilla de pastores y viajeros. Pero en ese momento,
cuando debería surgir un Homero que hiciese una Iliada o una Odisea de esa suma
de tradiciones orales, en mi país surge un señor para quien la cultura de las
ciudades es un signo de decadencia, para quien los cuentistas que todos amamos
son estetas que escribieron para el mero deleite de clases sociales liquidadas,
y ese señor entiende en cambio que para escribir un cuento lo único que hace
falta es poner por escrito un relato tradicional, conservando todo lo posible
el tono hablado, los giros campesinos, las incorrecciones gramaticales, eso que
llaman el color local.
No sé si esa manera de escribir cuentos populares se cultiva en Cuba;
ojalá que no
…
Breve coda sobre los cuentos fantásticos. Primera observación: lo
fantástico como nostalgia. Toda suspensión of disbelief obra como una
tregua en el seco, implacable asedio que el determinismo hace al hombre. En esa
tregua, la nostalgia introduce una variante en la afirmación de Ortega: hay
hombres que en algún momento cesan de ser ellos y su circunstancia, hay una
hora en la que se anhela ser uno mismo y lo inesperado, uno mismo y el momento
en que la puerta que antes y después da al zaguán se entorna lentamente para
dejarnos ver el prado donde relincha el unicornio.
Segunda observación: lo fantástico exige un desarrollo temporal
ordinario. Su irrupción altera instantáneamente el presente, pero la puerta que
da al zaguán ha sido y será la misma en el pasado y el futuro. Sólo la
alteración momentánea dentro de la regularidad delata lo fantástico, pero es
necesario que lo excepcional pase a ser también la regla sin desplazar las
estructuras ordinarias entre las cuales se ha insertado. Descubrir en una nube
el perfil de Beethoven sería inquietante si durara diez segundos antes de
deshilacharse y volverse fragata o paloma; su carácter fantástico sólo se
afirmaría en caso de que el perfil de Beethoven siguiera allí mientras el resto
de la nubes se conduce con su desintencionado desorden sempiterno. En la mala
literatura fantástica, los perfiles sobrenaturales suelen introducirse como
cuñas instantáneas y efímeras en la sólida masa de lo consuetudinario; así, una
señora que se ha ganado el odio minucioso del lector, es meritoriamente
estrangulada a último minuto gracias a una mano fantasmal que entra por la
chimenea y se va por la ventana sin mayores rodeos, aparte de que en esos casos
el autor se cree obligado a proveer una “explicación” a base de antepasados
vengativos o maleficios malayos. Agrego que la peor literatura de este género
es sin embargo la que opta por el procedimiento inverso, es decir el
desplazamiento de lo temporal ordinario por una especie de “full-time” de lo
fantástico, invadiendo la casi totalidad del escenario con gran despliegue de
cotillón sobrenatural, como en el socorrido modelo de la casa encantada donde
todo rezuma manifestaciones insólitas, desde que el protagonista hace sonar el
aldabón de las primeras frases hasta la ventana de la bohardilla donde culmina
espasmódicamente el relato. En los dos extremos (insuficiente instalación en la
circunstancia ordinaria, y rechazo casi total de esta última) se peca por impermeabilidad,
se trabaja con materias heterogéneas momentáneamente vinculadas pero en las que
no hay ósmosis, articulación convincente. El buen lector siente que nada tienen
que hacer allí esa mano estranguladora ni ese caballero que de resultas de una
apuesta se instala para pasar la noche en una tétrica morada. Este tipo de
cuentos que abruma las antologías del género recuerda la receta de Edward Lear
para fabricar un pastel cuyo glorioso nombre he olvidado: Se toma un cerdo, se
lo ata a una estaca y se le pega violentamente, mientras por otra parte se
prepara con diversos ingredientes una masa cuya cocción sólo se interrumpe para
seguir apaleando al cerdo. Si al cabo de tres días no se ha logrado que la masa
y el cerdo formen un todo homogéneo, puede considerarse que el pastel es un
fracaso, por lo cual se soltará al cerdo y se tirará la masa a la basura. Que
es precisamente lo que hacemos con los cuentos donde no hay ósmosis, donde lo
fantástico y lo habitual se yuxtaponen sin que nazca el pastel que esperábamos
saborear estremecidamente.
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